Las
agujas del frío de la madrugada las recuerdo clavadas en mi cara infantil,
sorprendido, medio despierto de un sueño-vela, inquieto, expectante,
ilusionado, cuando salíamos mi padre, mis hermanos y yo, calle San Juan abajo,
para la Prioral a eso de la una de la noche del Jueves al Viernes Santo. Mi
padre vestía la túnica de nazareno, del Señor, y , nosotros, las dalmáticas de
acólitos. /El autor de la nótula, revestido de
acólito, en la época que recrea.
Recién
peinados, con fijador ‘Lucky’, revestidos de nuestras albas de encaje,
planchadas y rizadas por las Madres Capuchinas y, encima, las dalmáticas
moradas, con su cuello y su fiador, oliendo a alcanfor, que se mezclaba con el
amargo humo de la retama, del horno de pan vecino, con la humedad de la rociada,
con el frío, atravesábamos la puerta del Taller. Allí nos esperaba el
Arcipreste del Partido, el Cura Propio de la Prioral, el Dr. Don Antonio Cía
Moreno, con su sotana, su bonete de borla roja y su larga boquilla liada de
‘papel de oficio’ del Juzgado que le proporcionaba su sobrino Antonio Carmona,
desde que el médico le dijo una vez que se retirara del tabaco.
«–Ya está
aquí la Comunidad de Venerables Granujas», decía el Cura,
señalándonos a los que vestíamos dalmáticas. Nos habíamos estrenado en salir en
el Nazareno, la Venerable, Ilustre y Antigua Hermandad y Cofradía de Nazarenos
de Nuestro Padre Jesús Nazareno, Santa Cruz en Jerusalén, María Santísima de
los Dolores, San Juan Evangelista, Orden Tercera de Servitas y Cofradía de
Ánimas de San Nicolás de Tolentino, a la imagen y semejanza de la ‘Madre y
Maestra’ de Sevilla. La Cofradía se fundó en el siglo XVII, en el convento del
Sr. San Agustín, donde tuvo capilla propia, con camarín, un buen retablo, y
muchas arañas de cristal que lo iluminaban. El Nazareno, con eso de venerarse
en el Barrio de Guía, fue erigido en Protector de las Galeras Reales de España,
que tenían su base e invernadero en el frontero río Guadalete desde tiempo
inmemorial. /En la imagen, Antonio Cía Moreno,
párroco de la Prioral en aquella época.
Aquel era
el primer trasnoche de nuestras vidas y todo nos sabía a nuevo, nos sorprendía,
nos sobrecogía y nos ilusionaba. Allí, con túnicas nazarenas -del Señor o de la
Virgen-, las caras que habíamos conocido en el “desayuno del Nazareno”, que se
daba en mi casa, no bien acabada la misa de Comunión del Quinario y antes de la
Función Principal: Don Francisco Quijano Rosende, Don Antonio de la Torre, José
Ríos Santaorosia, Don José Bononato, Carlos Zamora, ‘Poniqui’, Antonio
González Rivera, Stenterello Rosario Ventura, Fernando Arjona, Eustasio
Torrecillas, mis tíos José Moresco y Diego Muñoz, Lorenzo Boragno, Domínguez,
Piñero, Rafael, Miguele Forte, Jesús Rodríguez Neto, José Muñoz Carrera, Tato y
Paquito Quijano, Arturo Garrido, Paco Blandino y casi para de contar.
Los
nietos del autor de la nótula y un nieto de Serafín Álvarez-Campana, de
monaguillos, en la procesión de la Patrona.
A la
salida procesional, la salvaban, las ‘representaciones’ multicolores, con sus
guiones, sus estandartes, sus varas…. y las mujeres, en tan gran número,
que ‘en manada’ como se decía, ocupaban más de un centenar de metros lineales.
Le daba cierto toque de ancestral manifestación barroco-religiosa la presencia
del ‘Tío de las Cadenas’, y el ‘Tuerto del Resbaladero’ con la cruz al hombro,
y Milagros Góngora Caballero, vestida de túnica y antifaz, la única mujer a la
se le permitió ceñir el hábito nazareno porque tenía una promesa de ir detrás
del Cristo pidiéndole por la salud de su hija Manuela.
Cuando
Antonio Bernal Ortega, Antoñito ‘el Sacristán’ se dirigía a la Puerta del
Perdón de la Iglesia y tomaba la soga de la campana grande, todo el mundo
callaba. Treinta y tres veces sonaba el badajo sobre el bronce. Eran las
treinta tres campanadas, por los treinta y tres años de la vida de Cristo.
Silencio. Y se hacía un silencio sepulcral. Se abría la Puerta del Sol. La
gente se esperaba reverente y callada en la plaza y por la calle Palacios
abajo. Se acababa de recoger, en la Capilla de la Aurora la Humildad y
Paciencia. Los mismos cargadores que la habían llevado, llevaban ahora los dos
pasos de ‘El Silencio’. Yo no sé cómo esos hombres tenían cuerpo para
tanto. Los guiones flameaban por la plaza, las ‘representaciones’ salían
tras sus estandartes. Luego, un pequeño número de penitentes nazarenos con la
túnica y la capa de lana virgen blanca y los vivos, la botonadura, el cíngulo y
el antifaz, morados. En rojo, sobre el hombro de las capas, a la izquierda,
campeaba el Corazón de María traspasado por las siete espadas y, dentro de él,
la Cruz quíntuple de Jerusalén. El estandarte bordado que hiceron en Valencia,
en ‘Casa Garín’, y, por fin, el paso del Cristo. /A
la izquierda, Antonio Bernal Ortega, Antoñito ‘el Sacristán’.
Luis,
Jesús y Juan Suárez Ávila, de pequeños, revestidos para acompañar al Nazareno.
Delante,
inquietos, los acólitos de las dalmáticas moradas. Guiándolo, el hermano Luis
Suárez Rodríguez, con túnica y antifaz y, debajo, la cuadrilla de los ‘Paquis’:
‘El Niño Chico’, ‘Tarugo’, ‘Panete’ y Gatica, de pateros. Las órdenes,
escuetas, casi rumoreadas, sin que se percibieran, sino por ‘los de abajo’: (¿Prevenidos?; ¡Los delante a la
derecha los de detrás a la izquierda!, o viceversa y ¡Fondo!).
Tan sólo el llamador de hierro rompía aquel silencio. Con paso corto,
arrastrando las alpargatas, sin mecido, hacia delante, el Nazareno de Pedro
Roldán, con su túnica de terciopelo rojo, que le hiciera doña Cruz Hernández
con las cortinas del salón de su casa-bien-venida-a-menos, y su rica Cruz de
laca oriental barroca, hacía su aparición, entre los cuatro candelabros con
veintiocho parabrisas con sus velones, sobre el ‘paso’, de caoba y cedro, que
encargara el hermano Juan Avila y tallara José Ovando Merino.
La
Guardia Civil, de gala, con correajes amarillos, y tricornios de fieltro,
galoneado de castillos y leones, se incorporaba, escoltando el paso, con los
fusiles a la funerala. Detrás, la figura, escueta y alta, impresionante,
del ‘Tío de las cadenas’, un vendedor ambulante de caramelos, que por promesa
se ataba a los tobillos unas gruesas cadenas de cinco metros de longitud, ‘ida
y vuelta’, que iba arrastrando desde que salía hasta que entraba la procesión.
Y el ‘Tuerto del Resbaladero’ y ‘Saldiguera’ y Milagros Góngora Caballero, y
multitud de mujeres.
De
pronto, en el recogimiento de la noche, cortaba la saeta. ‘Silencio,
pueblo cristiano…’ Era
Pellicer, o Laynez, o ‘el Azotea’, o Arana, o Juanito Arjona, o Milagritos
Forte, o Esperanza López, o Matiola, o Gatica… Cada vez que hacía ‘fondo’ el
paso del Cristo, cada vez, una saeta. Era inevitable. Una saeta, o dos, o
tres. Calle Palacios abajo, Vergel, Plaza de las Galeras, calle Luna. Mi padre
procuraba ordenar ‘fondo’ al pasar el paso en la esquina con la calle
Misericordia y, entre los visillos del balcón, aparecía la silueta de la cara
de su madre, mi abuela María de los Ángeles. Y mi padre miraba hacia arriba y
se complacía de poder complacerla.
Calle
Larga, a la derecha… El escueto paso de palio, con sus diez varales, de la
Virgen de Ovando, confortada por el San Juan de Pedro Roldán, firmado tres
veces, requiere detenerse en él. Lo primero, por el atuendo de sus imágenes: la
Virgen vestía la saya y el manto de tisú de oro que le regaló don Francisco
Quijano, el esposo de la camarista, Doña Luisa Aquino y Arnosa, la diadema de
plata dorada que diseñó y regaló mi tío Juan Avila. Iba radiante, con el
rostrillo de encaje, salpicado de joyas, y, en su mano derecha un pañuelo
bordado. El San Juan, que vestía mi madre, llevaba una túnica que había sido
del Cristo, y un mantolín que se le hizo del traje de una novia judía-sefardita
de Marruecos. Se tocaba la impresionante cabeza de Roldán, con un nimbo de
plata barroco que todos los años se le pedía a las monjas Comendadoras del
Espíritu Santo. /En la
imagen de la izquierda, María Santísima de los Dolores.
El palio,
sin ser rico, era elegante. Morado, de terciopelo, estaba bordado en oro con
motivos vegetales, cartelas con símbolos de la pasión y, en el fondo, al centro,
el escudo de la Hermandad. Los respiraderos fueron obra del maestro Arjona, en
lo que a carpintería se refiere, y, de mi padre, las excelentes cartelas
pintadas con escenas de la calle de la Amargura. Pero al paso, por lo reducido,
le decían ‘la caja de cerillos’. Ahora, que lucía, con la cera ardiendo y los
gladiolos y los alhelíes blancos, entresacados con papaver, como el mejor paso
de Sevilla.
Lo
mandaba el hermano Don Antonio de la Torre González, a quien se conocía, pese a
estar su rostro tapado, por cierta berruguita negra con pedúnculo que
tenía en el párpado derecho, junto a la nariz, que le salía por uno de los ojos
del antifaz nazareno, y , por la tos, (Ején, ején) que tenía, de vez en cuando,
como un tíc nervioso.
Detrás
del paso, de preste, siempre iba Don Antonio Lobo, de capa morada, con bonete.
Este sacerdote se prestaba humildemente a todos estos menesteres enojosos y
cansinos, y estaba presente de celebrante o de capero en todos los entierros y
capellanías, porque, aunque suspendidas las licencias para confesar, tenía que
ingeniárselas para sacar adelante a su prole clandestina y sacrílega. Murió santamente,
como había vivido, aunque esclavo de su fogosidad juvenil y de la carne débil
–o dura, según la parte–, en el Hospital de Venerables Sacerdotes de Sevilla.
Dejamos
al Cristo enfilando la calle Larga, a la derecha. Y bien larga que se hacía,
porque la procesión llegaba hasta la Plaza de los Jazmines y volvía por la
calle Cielos, Vicario y a su templo. Serían las siete de la mañana cuando
el Nazareno entraba por la Plaza de la Iglesia, abarrotada de fieles, porque
infieles es que no los había en aquellos años, o, por lo menos, no se
manifestaban como tales.
El paso
del Cristo entrando en la Prioral por la Puerta del Sol.
Nada de
palmas, ni de vítores. Un respeto religioso presidía todo el cortejo. Y el
ambiente. Silencio. El paso del Cristo daría la vuelta sobre el empedrado de la
Iglesia. Con las maniguetas, casi daba en las columnas. Pero no las rozaba.
Fondo y para dentro. Acaso una saeta o dos. Silencio. Mujeres; penitentes de la
Virgen. A la altura de la casa de don Francisco Muñoz Seca se apreciaba la luz
de la cera del paso de palio. Silencio.
Cuando la
Virgen con San Juan, daban la vuelta sobre el empedrado y entraban por la
Puerta del Sol, las dos pesadas hojas se cerraban. La procesión había
terminado. Y elsilencio
seguía. El Alcalde dictaba todos los años un bando ordenando la suspensión de
los espectáculos, la prohibición de la circulación rodada, el cierre de los
bares… Silencio. Era ya Viernes Santo y el silencio se estrenó a las doce de la
noche, una hora antes de salir por las puertas de la Prioral ‘El Silencio’. (Texto:
Luis Suárez Ávila).